La película “El
Ciudadano Ilustre” demuestra que “nadie es profeta en su tierra”.
Antes
de comentar la reflexión pretendida en esta nota, y como siempre está bueno
aprender sobre algo que tal vez no sabemos, aunque lo hayamos dicho muchas
veces, quiero decir que la expresión “de perilla” o “de perillas” es de origen
español y se suele utilizar para indicar que algo o alguien nos viene oportuno,
genial, bárbaro, “al pelo” (adecuado, apropiado), o fenómeno, o “como anillo al
dedo”.
¿Y
de dónde viene? La perilla a la
que se refiere la expresión es una de las piezas que componen una silla
de montar y que
está situada en la parte delantera de ésta. Es una especie de agarradera a la cual se agarran
los jinetes poco experimentados o que siempre está accesible para quien, aunque
sepa cabalgar, se enfrente a una situación inesperada. Es común ver a los
jinetes y vaqueros tener la mano agarrada a este saliente de la silla de
montar.
“Me viene de perillas” también se suele usar para decir que
“ganas no me faltan” para decir o hacer algo.
Pues bien, parece que este reciente suceso cinematográfico
puede servir para reflejar, con ácida crudeza, una de las particularidades del
“ser argentino” que no le hace nada bien a la existencia de una sociedad
ordenada, solidaria, tolerante, reconocedora del talento ajeno, capaz de
admirar el suceso de otro con grandeza y generosidad, no transgresora en el
sentido del respeto por los demás. En resumen, parece que esta película, para
estos fines, viene “de perilla”.
La
ficción
La película “El ciudadano ilustre”, dirigida por Gastón
Duprat y Mariano Cohn, bajo un guion de Andrés Duprat, tiene como personaje
principal a Daniel Mantovani (Oscar Martínez). Se trata de un escritor argentino que vive en
Europa desde hace más de tres décadas, consagrado mundialmente por haber
obtenido el premio Nobel de Literatura.
Sus novelas se caracterizan por retratar la
vida en Salas, un pequeño pueblo de Argentina en el que nació y al que no ha
regresado desde que era un joven con aspiraciones de escritor.
Entre
la numerosa correspondencia que recibe diariamente le llega una carta de la
municipalidad de Salas en la que lo invitan a recibir el máximo reconocimiento
del pueblo: la medalla de Ciudadano Ilustre. Sorprendentemente, y a pesar de
sus importantes obligaciones y compromisos, Daniel decide aceptar la propuesta
y regresar de incógnito por unos pocos días a su pueblo.
El viaje tendrá para Daniel
múltiples aristas: será el regreso triunfal al pueblo que lo vio nacer, un
viaje al pasado en el que se reencontrará con viejos amigos, amores y paisajes
de juventud, pero sobre todo será un viaje al corazón mismo de su literatura, a
la fuente de sus creaciones e inspiración.
Una
vez allí, el escritor constatará tanto las afinidades que aún lo unen a Salas
como las insalvables diferencias que lo transformarán rápidamente en un
elemento extraño y perturbador para la vida del pueblo.
La calidez pueblerina
desaparece al mismo tiempo que las controversias se multiplican, llegando a un
punto sin retorno que revela dos formas irreconciliables de ver el mundo.
Dicen
los comentarios que “El ciudadano ilustre pone en escena varios debates vivos
en la Argentina y en el mundo. Uno de ellos es el rechazo a la mirada externa y
crítica que representa el protagonista, un escritor exiliado hace décadas en
Europa, frente a la defensa nacionalista de sus coterráneos. La vida apacible,
la exaltación de lo propio y la mirada campechana son un estilo de vida
aceptable en un pueblo de provincia, pero para este escritor cosmopolita
suponen la negación de una sociedad a cualquier idea de progreso”.
“Daniel
Mantovani encarnará, al mismo tiempo, la gran satisfacción y orgullo que supone
para su pueblo natal tener una figura reconocida mundialmente, y el creciente
rechazo que se irá develando a medida que sus habitantes, inicialmente
fascinados con su visita, lo vaya conociendo un poco más”.
Dicen
que, a partir de allí, la fascinación mutará en desprecio a medida que vayan
conociendo sus ideas y posiciones y, sobre todo, cuando se comience a difundir
el contenido de sus novelas, que retratan críticamente la vida pueblerina de
Salas, haciendo realidad la máxima de que "nadie es profeta en su tierra".
A esta altura debo decir, a los fines de mi comentario, que
el cambio de postura de los coterráneos de su pueblo se lo gana también, por
mérito y actitudes propias, el propio personaje, pero eso no significa que no
represente también una pintura, en el tono del género denominado “comedia
dramática”, de las clásicas “miserias” que, a veces, dispensamos a las personas
que tenemos más cerca.
No en vano están los dichos “pueblo chico, infierno grande” o
éste aquí reflejado de “nadie es profeta en su tierra”.
La
realidad
Para contrarrestar esta mirada crítica se me dirá que “hay
mucha gente buena” que no piensa ni actúa así. Por supuesto que la hay. Y, por
suerte, creo que son una mayoría.
Pero no me digan que no hay bastante de lo otro en nuestra
sociedad. Cuánto nos cuesta reconocer el talento, el mérito, el conocimiento o,
simplemente, las buenas cosas que hay en los demás. Y no nos hagamos
fácilmente los “buenitos” diciéndonos a nosotros mismos: “yo no soy así”. Ojalá
que sea así, pero si no lo es, si nos miramos para adentro y vemos que, siempre
o de vez en cuando, nos salen la envidia, los celos, el individualismo, o sólo
el silencio, para otros que sabemos que se han ganado nuestro reconocimiento o
estímulo; entonces tengamos la honestidad de revisar nuestro comportamiento y “darle
al césar lo que es del césar”.
El empleador o el jefe reconociendo a un empleado que ha
hecho las cosas bien, la valoración de aquellos que se sacrifican para hacer el
bien a otros en lo social, el aplauso a quienes han creado o realizado cosas
que han resultado buenas para el conjunto, el gesto de grandeza que significa
reconocer al otro sin retaceos ni mezquindad.
Por más que, en una actitud de rebeldía, nos neguemos a
reconocerlo, me parece que hay una “cuotita” de envidia o celo escondida por
allí que nos nubla la posibilidad de tener esa visión de grandeza. Por algo la
Grandeza es una virtud y la envidia es un pecado capital.
Daniel Colombo escribió: “Nunca grites tu felicidad tan alto.
La envidia tiene el sueño muy liviano…”. También hay una buena que dice: “la
envidia es el homenaje que la mediocridad le rinde al talento”.
En un nivel más vulgar, cuando alguien se siente amenazado,
existe la expresión “éste me quiere serruchar el piso”.
Creo que existe una relación inversamente proporcional entre
la capacidad que tiene una persona de sentir que vale por sí misma, sin
necesitar de la envidia o el celo por los demás, y la capacidad de desarrollar
esa envidia o celo, como resultado de su propia debilidad o falta de confianza.
Creo que, cuanto mayor es la autoestima que siente una
persona, menor es su tendencia a desarrollar esos malos sentimientos que,
primero dañan a su dueño y luego perjudican a su entorno.
Una curiosa excepción son los deportistas. También suele
ocurrir con los artistas populares. En este caso se generan idolatrías muy
fuertes y, en general, sin mezquindad. ¿Por qué será? ¿Será porque ese tipo de
talentos nos significan que son habilidades difícilmente alcanzables para
nosotros? ¿Será porque su brillo no nos quita espacio ya que en esas
capacidades sabemos que no tenemos otra que ser espectadores? ¿Será porque son
héroes lejanos aunque hayan salido de nuestra propia tierra? Pregúnteselo y
trate de darse su propia respuesta.
Conclusión
Sólo sé que conozco y he visto de estas cosas. Y estoy seguro
que usted también. Como seres humanos que somos, todas estas cosas nos pasan,
voluntaria o involuntariamente.
Somos generosos y solidarios, a veces, y
mezquinos en otras.
La cuestión es, primero si tenemos conciencia que nos pasa, y
segundo, si tenemos la valentía o, al menos, la honestidad interior de intentar
corregirlo.
Yo lo pienso y lo expreso aquí y que Dios me exima de los
celos y la envidia. Usted puede disentir conmigo y tiene toda la libertad de
hacérmelo saber o expresarlo en el lugar que le parezca.
También tengo el convencimiento que muchos que lean esto
dirán o pensarán que no se sienten reflejados en estas categorías de
disvalores. Pues, en buena hora y ojalá
que sean todos.
Pero como también se dice muy comúnmente, “al que le quepa el
sayo, que se lo ponga”.
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