jueves, 8 de septiembre de 2016

Una ficción que viene “de perilla”

La película “El Ciudadano Ilustre” demuestra que “nadie es profeta en su tierra”.

Antes de comentar la reflexión pretendida en esta nota, y como siempre está bueno aprender sobre algo que tal vez no sabemos, aunque lo hayamos dicho muchas veces, quiero decir que la expresión “de perilla” o “de perillas” es de origen español y se suele utilizar para indicar que algo o alguien nos viene oportuno, genial, bárbaro, “al pelo” (adecuado, apropiado), o fenómeno, o “como anillo al dedo”.

¿Y de dónde viene? La perilla a la que se refiere la expresión es una de las piezas que componen una silla de montar y que está situada en la parte delantera de ésta. Es una especie de agarradera a la cual se agarran los jinetes poco experimentados o que siempre está accesible para quien, aunque sepa cabalgar, se enfrente a una situación inesperada. Es común ver a los jinetes y vaqueros tener la mano agarrada a este saliente de la silla de montar.

“Me viene de perillas” también se suele usar para decir que “ganas no me faltan” para decir o hacer algo.

Pues bien, parece que este reciente suceso cinematográfico puede servir para reflejar, con ácida crudeza, una de las particularidades del “ser argentino” que no le hace nada bien a la existencia de una sociedad ordenada, solidaria, tolerante, reconocedora del talento ajeno, capaz de admirar el suceso de otro con grandeza y generosidad, no transgresora en el sentido del respeto por los demás. En resumen, parece que esta película, para estos fines, viene “de perilla”.

La ficción

La película “El ciudadano ilustre”, dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, bajo un guion de Andrés Duprat, tiene como personaje principal a Daniel Mantovani (Oscar Martínez). Se trata de un escritor argentino que vive en Europa desde hace más de tres décadas, consagrado mundialmente por haber obtenido el premio Nobel de Literatura.

Sus novelas se caracterizan por retratar la vida en Salas, un pequeño pueblo de Argentina en el que nació y al que no ha regresado desde que era un joven con aspiraciones de escritor.

Entre la numerosa correspondencia que recibe diariamente le llega una carta de la municipalidad de Salas en la que lo invitan a recibir el máximo reconocimiento del pueblo: la medalla de Ciudadano Ilustre. Sorprendentemente, y a pesar de sus importantes obligaciones y compromisos, Daniel decide aceptar la propuesta y regresar de incógnito por unos pocos días a su pueblo.
El viaje tendrá para Daniel múltiples aristas: será el regreso triunfal al pueblo que lo vio nacer, un viaje al pasado en el que se reencontrará con viejos amigos, amores y paisajes de juventud, pero sobre todo será un viaje al corazón mismo de su literatura, a la fuente de sus creaciones e inspiración.
Una vez allí, el escritor constatará tanto las afinidades que aún lo unen a Salas como las insalvables diferencias que lo transformarán rápidamente en un elemento extraño y perturbador para la vida del pueblo.
La calidez pueblerina desaparece al mismo tiempo que las controversias se multiplican, llegando a un punto sin retorno que revela dos formas irreconciliables de ver el mundo.
Dicen los comentarios que “El ciudadano ilustre pone en escena varios debates vivos en la Argentina y en el mundo. Uno de ellos es el rechazo a la mirada externa y crítica que representa el protagonista, un escritor exiliado hace décadas en Europa, frente a la defensa nacionalista de sus coterráneos. La vida apacible, la exaltación de lo propio y la mirada campechana son un estilo de vida aceptable en un pueblo de provincia, pero para este escritor cosmopolita suponen la negación de una sociedad a cualquier idea de progreso”.
“Daniel Mantovani encarnará, al mismo tiempo, la gran satisfacción y orgullo que supone para su pueblo natal tener una figura reconocida mundialmente, y el creciente rechazo que se irá develando a medida que sus habitantes, inicialmente fascinados con su visita, lo vaya conociendo un poco más”.
Dicen que, a partir de allí, la fascinación mutará en desprecio a medida que vayan conociendo sus ideas y posiciones y, sobre todo, cuando se comience a difundir el contenido de sus novelas, que retratan críticamente la vida pueblerina de Salas, haciendo realidad la máxima de que "nadie es profeta en su tierra".
A esta altura debo decir, a los fines de mi comentario, que el cambio de postura de los coterráneos de su pueblo se lo gana también, por mérito y actitudes propias, el propio personaje, pero eso no significa que no represente también una pintura, en el tono del género denominado “comedia dramática”, de las clásicas “miserias” que, a veces, dispensamos a las personas que tenemos más cerca.

No en vano están los dichos “pueblo chico, infierno grande” o éste aquí reflejado de “nadie es profeta en su tierra”.

La realidad

Para contrarrestar esta mirada crítica se me dirá que “hay mucha gente buena” que no piensa ni actúa así. Por supuesto que la hay. Y, por suerte, creo que son una mayoría.

Pero no me digan que no hay bastante de lo otro en nuestra sociedad. Cuánto nos cuesta reconocer el talento, el mérito, el conocimiento o, simplemente, las buenas cosas que hay en los demás. Y no nos hagamos fácilmente los “buenitos” diciéndonos a nosotros mismos: “yo no soy así”. Ojalá que sea así, pero si no lo es, si nos miramos para adentro y vemos que, siempre o de vez en cuando, nos salen la envidia, los celos, el individualismo, o sólo el silencio, para otros que sabemos que se han ganado nuestro reconocimiento o estímulo; entonces tengamos la honestidad de revisar nuestro comportamiento y “darle al césar lo que es del césar”.

El empleador o el jefe reconociendo a un empleado que ha hecho las cosas bien, la valoración de aquellos que se sacrifican para hacer el bien a otros en lo social, el aplauso a quienes han creado o realizado cosas que han resultado buenas para el conjunto, el gesto de grandeza que significa reconocer al otro sin retaceos ni mezquindad.

Por más que, en una actitud de rebeldía, nos neguemos a reconocerlo, me parece que hay una “cuotita” de envidia o celo escondida por allí que nos nubla la posibilidad de tener esa visión de grandeza. Por algo la Grandeza es una virtud y la envidia es un pecado capital.

Daniel Colombo escribió: “Nunca grites tu felicidad tan alto. La envidia tiene el sueño muy liviano…”. También hay una buena que dice: “la envidia es el homenaje que la mediocridad le rinde al talento”.

En un nivel más vulgar, cuando alguien se siente amenazado, existe la expresión “éste me quiere serruchar el piso”.

Creo que existe una relación inversamente proporcional entre la capacidad que tiene una persona de sentir que vale por sí misma, sin necesitar de la envidia o el celo por los demás, y la capacidad de desarrollar esa envidia o celo, como resultado de su propia debilidad o falta de confianza.

Creo que, cuanto mayor es la autoestima que siente una persona, menor es su tendencia a desarrollar esos malos sentimientos que, primero dañan a su dueño y luego perjudican a su entorno.

Una curiosa excepción son los deportistas. También suele ocurrir con los artistas populares. En este caso se generan idolatrías muy fuertes y, en general, sin mezquindad. ¿Por qué será? ¿Será porque ese tipo de talentos nos significan que son habilidades difícilmente alcanzables para nosotros? ¿Será porque su brillo no nos quita espacio ya que en esas capacidades sabemos que no tenemos otra que ser espectadores? ¿Será porque son héroes lejanos aunque hayan salido de nuestra propia tierra? Pregúnteselo y trate de darse su propia respuesta.

Conclusión

Sólo sé que conozco y he visto de estas cosas. Y estoy seguro que usted también. Como seres humanos que somos, todas estas cosas nos pasan, voluntaria o involuntariamente.

Somos generosos y solidarios, a veces, y mezquinos en otras.

La cuestión es, primero si tenemos conciencia que nos pasa, y segundo, si tenemos la valentía o, al menos, la honestidad interior de intentar corregirlo.

Yo lo pienso y lo expreso aquí y que Dios me exima de los celos y la envidia. Usted puede disentir conmigo y tiene toda la libertad de hacérmelo saber o expresarlo en el lugar que le parezca.

También tengo el convencimiento que muchos que lean esto dirán o pensarán que no se sienten reflejados en estas categorías de disvalores.  Pues, en buena hora y ojalá que sean todos.

Pero como también se dice muy comúnmente, “al que le quepa el sayo, que se lo ponga”.











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