La confianza mata al hombre… y la desconfianza también.
El
cambio, en general y para casi todos los órdenes de la vida, suele ser sinónimo
de progreso, innovación, expectativa, transformación, novedad, evolución,
reforma, renovación, revolución, salto hacia adelante. Sea un cambio de
gobierno, de sistema, de actitud, de casa, de auto, de trabajo, de escuela, de
modo de vida.
Digo
en general porque estos sinónimos tienen (también en general) un sentido
positivo. Aunque para otros pueden significar ir para atrás. La perspectiva,
aunque los cambios (cualquiera de los citados) sean masivos o afecten a varias
personas, siempre son y serán juzgados desde lo individual y con una gran cuota
de subjetivismo.
Porque,
como planteé en mi nota “La política económica y el bolsillo de la gente”,
el primer juicio que se hará sobre los cambios, aunque afecten a muchos, a
pocos o sólo a mi familia o a mí, serán evaluados por mí, por realidad o por
expectativa.
Tan
potente es el concepto de cambiar que hasta la coalición que gobierna a nuestro
país ha bautizado a su espacio con este verbo en el modo subjuntivo presente.
El Dr. Ramiro Ponce, consultor en Recursos
Humanos, dice que:
La
resistencia al cambio proviene del miedo a lo desconocido o por la expectativa
de pérdida de los beneficios actuales.
“El
aspecto visible de la resistencia al cambio de una persona es cómo ella percibe
el cambio. El trasfondo es la duda sobre la capacidad de esa persona para
enfrentar el cambio que se avecina. En términos prácticos, administrar el
cambio significa administrar el miedo de las personas”.
Todos sabemos que el cambio es un proceso natural que viven
todas las personas o las organizaciones. La teoría general de sistemas dice que
todos los sistemas abiertos necesitan estar constantemente cambiando para
derrotar a la entropía y poder seguir funcionando de forma efectiva. Sin
embargo, demasiado a menudo, la reacción de las
personas es irracional e impredecible.
La buena noticia es que el cambio puede ser manejado si se hace correctamente,
y esto es lo que intenta explicar el Dr. Ramiro Ponce de la siguiente manera:
Manejo de la resistencia al cambio
Alguien dijo, en cierta ocasión, que "el único cambio que el ser humano
disfruta es el del pañal". Tanto en nuestra vida personal, como a
nivel organizacional, cambiar no es fácil, pero si no cambiamos, no crecemos.
¿Cómo
podemos enfrentar de mejor manera, entonces, los cambios? Responderé a esta
pregunta en los planos personal y organizacional, aunque no hay que perder de
vista que, en los procesos reales, ambos planos se entrelazan.
Transferiré el modelo que da Elizabeth Kübler Ross para las etapas del duelo -con base en pacientes terminales- al ámbito personal u organizacional,
de acuerdo con mi experiencia en este terreno.
Dado que los seres humanos somos capaces de anticipar el futuro, cuando la vida
nos plantea un cambio, es muy probable que nuestra primera percepción ante éste
sea preocupación por la probable pérdida
que dicho cambio puede representar (sobre todo si el cambio
no ha sido escogido por nosotros).
Así, la persona que se va a casar, aunque quizás anhela este cambio en su vida,
a veces pensará que está perdiendo libertad. O si hay un cambio en la manera de
hacer las cosas en nuestro trabajo, es probable que
nos preocupe si vamos a poder hacerlo bien con el nuevo sistema. Tememos
perder imagen o prestigio, o autoestima.
No nos resistimos al cambio propiamente dicho, sino a la posibilidad de pérdida
(ya sea que esta pérdida sea real o imaginada).
Por ello, las etapas que una persona, una
organización o la ciudadanía de un país
atraviesan cuando algo cambia muchas veces se parecen a las etapas de un
proceso de duelo (por supuesto la intensidad varía) y conocerlas nos da un
"mapa" útil para transitar con una mayor relativa serenidad el camino
del cambio.
Estas etapas son:
1. La Negación
Asumimos
que no es cierto que las cosas hayan cambiado o que vayan a cambiar. Negamos que "la ola" (el cambio)
está ocurriendo o que va a ocurrir.
En las
organizaciones, es frecuente que algunos grupos -a veces los sindicatos, a
veces los mandos medios- tiendan a quedarse estancados por un buen tiempo en
esta etapa. Es decir, que su postura es "acá nada va a cambiar".
Esto
contrasta con la postura de la alta gerencia que dice "debemos
cambiar" y del personal operativo que dice "Dios mío, ¿cuándo va a
cambiar esto?” Por ello, es en los mandos medios que usualmente suele
encontrarse la mayor resistencia al cambio.
2. La Cólera
Nos
enojamos (con el jefe, con el terapeuta, con el gobierno, con Dios y María
Santísima), como una manera de lidiar con la realidad, en el momento en que
ésta ya no puede seguir siendo negada. Culpamos a otros de lo que está
ocurriendo y sentimos que hay cierta injusticia ("¿por qué yo? o ¿por qué
a mí?").
Cuando esta etapa se da en las organizaciones
o en las políticas que aplica un gobierno, cobra muchísima relevancia todo
lo que tiene que ver con proveer
información abundante, frecuente y consistente. Si esto no se hace, la
cólera conduce a la invención de historias terribles y empeora las cosas.
La idea que se “debe venderse” en
esta etapa es la de la "relativa serenidad del cambio", y no la de la
"seguridad garantizada".
Es decir,
que no sería honesto calmar la natural ansiedad de las personas garantizando,
por ejemplo, que no habrá ningún despido, cosa que con frecuencia ni los
directores saben a ciencia cierta.
Es más realista aclarar que lo grave, realmente, sería no cambiar,
porque ciertamente, ese falso sentido de seguridad que proporciona una
comodidad como la que se tiene, en el sentido de que ningún cambio era
necesario, sí garantiza, como se ha visto históricamente, un probable fracaso en
el futuro.
3. La Negociación
Esta es
una etapa de regateo interno, en la cual, para poder asimilar el
"bocado" que representa la nueva situación, nos quejamos internamente
(o también hacia afuera) sobre "si, por lo menos, la nueva situación se
hubiera dado de manera más benigna”, "si, por lo menos, lo hubieran hecho de
otra manera” "si me hubieran dado más tiempo para adaptarme”.
Este es
un período de transición en el cual el cambio ha ganado parcialmente algunos
adeptos, aunque por supuesto, algunos colaboradores aún estarán en la etapa de
negación y otros en la etapa de cólera. Por ello, la empatía juega un papel
importante en esta fase de negociación interna.
4. El Valle de la Desesperanza Transitoria (VDT) o la Depresión Transitoria
Acá la realidad se ha vuelto innegable (es claro que la ex novia ya gusta de
otro, o que el nuevo sistema de trabajo ha llegado para quedarse, o que las
políticas y formas de gobierno se han modificado de modo que el antiguo sistema
ya no regresará jamás). Ya no estamos enojados, hemos dejado de regatear y se
da el fenómeno de que transitoriamente nos sentimos vacíos, sin energía ni entusiasmo,
desalentados.
Tanto a
nivel personal como organizacional, o como ciudadanos, ponemos en duda nuestra
propia competencia y nuestra autoestima es frágil en esta etapa. Sin embargo,
si nos "aguantamos" y aprendemos lo que la experiencia de cambio significa
esta etapa es como un "invernar" transitorio, que nos fortalece y
hace madurar.
Es la etapa más difícil.
Las personas
están claras de que el nuevo sistema ha llegado para quedarse, pero aún no lo
manejan del todo, y tienen que lidiar con esta frustración. Por otra parte,
saben que no pueden regresar al sistema antiguo. Es como haber dejado un
muelle, estar a mitad de camino rumbo a otro, cansado, pero sin opción de
regresar al muelle de partida.
Hay al menos cinco elementos que son
claves para que este VDT se haga menos largo y menos profundo y, con
frecuencia, son éstos los que determinarán la diferencia entre el éxito o el
fracaso del proyecto de cambio.
Brevemente,
es necesario que haya:
a. Un líder reconocido como propietario del
proceso de cambio que sea reconocido como íntegro, y que goce de alta
credibilidad.
b. Una visión razonablemente clara de cómo lucirá
el futuro. Sin una visión coherente, compartida y sentida, las personas no
encuentran un sentido de propósito para el cambio. Es la visión que inspira y
ayuda en los momentos difíciles.
c. Un sentido de urgencia positivo. No hay tiempo acá
para pasarse todo el día en la autocompasión o quejarse todo el tiempo. El
líder tiene mucho que ver con reforzar todo el tiempo este sentido de urgencia
positivo.
d. Capacitación para el cambio y sensibilización acerca
de lo que está ocurriendo. Es distinto sentir que uno no va a poder lograr
algo, y creer que de veras no lo va a lograr, que sentirlo y que venga alguien
a decirle a uno: "vas a salir adelante, sólo se siente como si no fueras a
lograrlo, pero sí lo vas a poder hacer”). Es acá donde el o los líderes pueden
hacer una diferencia vital entre el éxito y el fracaso del proyecto de cambio.
e. Retroalimentación y Reconocimiento acerca de lo
que se ha conseguido. Esto restaura la confianza temporalmente perdida durante
esta fase del VDT. El líder ha de saber cuándo ser asertivo y empujador y
cuándo ha de reforzar los logros y reconocer no sólo los resultados sino el
esfuerzo.
Los colapsos
del proceso de cambio usualmente provienen, en buena medida, de líderes a
quienes en esta fase sólo se les ocurre seguir presionando.
5. La Aceptación y el Crecimiento
Finalmente, una vez que salimos de la depresión transitoria, llegamos a aceptar
el cambio, empezamos a probar fuerzas de nuevo (una nueva novia, un nuevo
sistema de trabajo, una nueva actitud, una nueva forma de gobernar) y
descubrimos que hemos alcanzado un nuevo estado de cierta tranquilidad y conciliación
auténtica con nosotros mismos y que, en el proceso, hemos madurado y crecido,
ya sea personalmente, organizacionalmente o como habitantes de un país.
Esta es la fase en la que hemos incorporado el nuevo sistema. Queda ahora
pendiente el institucionalizarlo, para que ese haga duradero.
Cuando ya
nadie nota que hemos cambiado, es el mejor síntoma de que el cambio se ha
institucionalizado. ¿Y luego? Bueno, luego, hay que revisar de nuevo para ver qué
otras opciones de cambio tenemos.
Hay familias, organizaciones o
sociedades que padecen los que los psicólogos denominan “El Síndrome del
Titanic”, porque dicen que el Titanic se hundió, no por ser un barco débil,
sino porque su propia inercia le impidió cambiar de rumbo con la rapidez
necesaria.
Apple, cuando
nació con Steve Jobs (ahora de vuelta en
la cresta de la ola con su "Think Different") no tenía divisiones
físicas en su sede y Jobs afirmaba, en aquella época, que escogía a gente que
tuviera "brillo en los ojos".
Apple era
ágil, veloz y flexible y esto le permitió ganar mercado con rapidez. Apple no
era un Titanic, era un velero que sorteaba las olas con gracia y facilidad, pero
al cambiar tres presidentes en menos de 10 años, perdió el rumbo y estuvo a
punto de naufragar.
La conclusión resulta obvia: es tan
riesgoso ser un Titanic burocrático (como IBM), como ser un velero falto de
peso y dirección (como le pasó a Apple).
Cambiar para sobrevivir
Uno de mis predilectos columnistas, el
tecnólogo Santiago Bilinkis, decía
el 16 de julio de 2017, en su habitual columna del diario La Nación:
La resistencia al cambio no es un defecto.
Es una parte esencial de lo que somos.
“Es
resultado de la evolución natural y, por ende, se forjó decenas de miles de años
atrás. En aquel momento, nuestros ancestros habitaban en las planicies de
África, en un mundo donde los premios y castigos eran estables. Si salías un
día de tu cueva, tomabas un sendero, te topabas repentinamente con un león y
tenías la suerte de salir con vida, no ibas más hacia ese lado, porque allí
estaba el león. Si, por el contrario, al día siguiente otro sendero te conducía
a un valle lleno de frutos nutritivos, de ahí en más repetías esa conducta
eficaz con regularidad.
Es
decir: cuando encontrabas una receta que funcionaba bien para sobrevivir, los
individuos más propensos a adoptar esas fórmulas se adaptaban mejor al medio y
dejaban más descendencia. A la larga, la
inercia a repetir lo que funciona se convirtió entonces en un aspecto crucial
de nuestro linaje como especie.
Ese
aprendizaje quedó grabado en nuestro cerebro en la forma de un sesgo cognitivo,
una conducta que opera afectando nuestra manera de leer la realidad y de tomar
decisiones sin que siquiera seamos conscientes de ello.
Parafraseando
al economista británico John Kenneth Galbraith, enfrentados a la disyuntiva
entre cambiar de idea o buscar pruebas de que no hace falta hacerlo, la mayoría elegimos demostrar que el cambio
es innecesario.
Hacia
2002 Blockbuster (que había llegado
a la Argentina a principios de los 90 y cerró en 2010) era una compañía
tremendamente exitosa, con más de 9000 locales en gran parte de los países del
mundo y 85.000 empleados. Todos íbamos a sus tiendas a alquilar o comprar
películas en DVD (1).
Cinco
años antes se había lanzado un competidor, pero no parecía capaz de hacerle
mella a este coloso. Una empresa llamada Netflix
postulaba que no debía ser necesario ir hasta un negocio físico para retirar o
devolver las películas y, en cambio, las enviaba por correo. Estoy seguro de
que Blockbuster encontró innumerables razones para no cambiar y Netflix comenzó
a crecer.
Pero
la parte realmente interesante comenzó recién en 2007, cuando una “nueva”
empresa lanzó con un modelo distinto y destruyó por completo a las dos anteriores.
Todos sabemos que Blockbuster quebró. Pero tal vez
te sorprenda leer que Netflix fue destruida también. Después de todo hoy muchos
usamos su servicio de películas por “streaming”.
Lo interesante es que fue la propia Netflix la que destruyó tanto a
Blockbuster como a la antigua Netflix.
La verdadera disrupción era la posibilidad de
transmitir las películas directamente por internet en vez de entregarlas en
tiendas o enviarlas por correo. Netflix triunfó porque eligió no buscar excusas
para no cambiar y aceptó tener que matar
su fórmula de éxito inicial en vez de esperar a que otro lo hiciera.
Quizás lo más desafiante del mundo que nos toca
vivir hoy en día es cuán cambiantes son las recompensas y los castigos. A
diferencia de lo que sucedía hace miles de años en las planicies africanas,
precisamente la receta que te dio resultado en tu vida hasta ayer y te hizo
exitoso en tus actividades es la misma que puede condenarte al fracaso mañana
si no sos capaz de cambiar a tiempo.
Pero nuestro cerebro no tuvo tiempo evolutivo de
adaptarse a estas nuevas reglas de juego e intenta llevarnos una y otra vez por
el camino probado.
Abandonar ese sendero y cambiar al ritmo que necesitamos cambiar hoy es
una pelea constante contra nuestra propia naturaleza.
Felizmente, somos la única especie que, a costa de
un esfuerzo grande, sistemático y consciente, es capaz de sobreponerse a sus propios
instintos”.
Conclusiones
La resistencia al cambio es un fenómeno
natural y ocurre en todas las sociedades del mundo.
Cuando se proponen cambios que son muy
contundentes, frente a la realidad existente o anterior, se debe entender que
la resistencia será precisamente natural. Por lo tanto, los líderes que
impulsan esos cambios deben comprender que deberán transitar las etapas de
negación y enojo de los afectados para luego pasar a la negociación y tolerar
la depresión transitoria.
Entender que la resistencia al cambio de la
gente no es un defecto. Es una parte esencial de lo que somos y aprender que
hay que lidiar con ello. Y escuchar…escuchar mucho.
Para ello, los líderes tienen que ser bien
reconocidos, tener una visión clara de hacia dónde van, capacitar a los sujetos
del cambio, obtener retroalimentación en la búsqueda del reconocimiento, para
después lograr aceptación y pasar al crecimiento. Por algo decía en mi nota
anterior: “El que explica, conduce
mejor”.
Tienen que entender que, inevitablemente,
aparecerá “El Síndrome del Titanic”, por lo que tendrán que asumir
pacientemente su presencia y manejar el proceso para curarlo con inteligencia y
buena fe.
Y también deberán entender que el cambio que propusieron NO SERÁ necesariamente el último cambio.
Es necesario cambiar para sobrevivir, pero
hay que promover esos cambios con la empatía suficiente para convencer a la
resistencia (de todos y cada uno) de que vale la pena salir de cada “zona de
confort”.
Cualquier asociación que usted haga sobre
este tema con la política y el actual proceso electoral, corre por su cuenta.
(1)
Doy fe personal porque, en los albores del
video hogareño, y desde 1982 hasta 1993, fui propietario de una cadena de video
clubes en Bahía Blanca y la zona. Y cuando nos advirtieron que llegaba
Blockbuster a la Argentina, a todos los videoclubistas nos corrió un frío por
la espalda. Algunos pudimos salir del negocio a tiempo, porque percibimos que
el cambio se venía encima.